Llega tarde
a la fiesta porque ha venido caminando, no tenía apuro y si lo hubiera
tenido estaba jodido, ni un burro poseía para movilizarse más rápido. El
trayecto lo hace acompañado de algunos amigos, también invitados a la boda, se
han entretenido nadando en el río con un tal Juan y luego contemplando el
atardecer del desierto.
Dentro está
la madre que besa a su único hijo y a los que llegan, con la misma sonrisa inmaculada.
La cosa está que arde, todos disfrutan de conversaciones, platillos y copas. Hay
buena música, banda en vivo le dicen, y risas, se cultiva la amistad, se
estrechan lazos, se brinda. En eso estaban cuando la madre se le acerca y
susurra preocupada: “no hay más vino”.
Ya conocen el resto de la historia, se mandan llenar las tinajas con agua y
luego sacar un poco para llevarle a probar al encargado. Este degusta y queda de una
pieza para luego preguntar ¿cómo es que serviste el vino menos bueno al
comienzo y has guardado para el final este vino tan maravilloso? El vino lo hizo Jesús con un increíble y
portentoso milagro. Lo hizo sin ceremonias y sin esperar ovaciones, es más
casi nadie se dio cuenta.
Tan fácil como desastroso hubiera sido echar agua al vino para alargarlo y salir del paso. No, el mejor enólogo de todos en su primer milagro, antes que levantar un muerto o
curar un ciego dió más vino para seguir la fiesta, un clase, un maestro, una inspiración.